Sus ojos grandes e intimidantes me produjeron una serie de confusiones. Cada vez que aquel sujeto emitía una palabra, todo mi cuerpo se paralizaba y no quedaba nada más que mi figura frente a él. Mi alma tomaba otro rumbo. Viajaba por lugares inexplicables. Acurrucaba a indefensos y hacía de las suyas. Cuanto retomé conciencia conseguí involucrarme en su largo discurso por tan loco que sonara. No dejaba de mirarlo. Mientras él hablaba y hablaba yo estaba tan concentrada en sus enormes ojos rojos, imaginándome cosas fuera de esta órbita. Poco después, me percaté que todo lo que decía ese hombre hacía que mi mente funcionará y que una gran parte de mí cayera.
Soñé conmigo misma. Podía verme. Me veía completamente extraña y entre mis entrañas repetían mi nombre una y otra vez, Morfina, Morfina, Morfina... - Una pequeña de 10 años, de larga cabellera castaña y ojos extremadamente brillantes como los rayos del sol - Así solía describirme mamá -. Paralelamente, sentí que una suave brisa me llevaba por inhóspitos lugares. Veía cuerpos sobre las calles, ancianos mutilados, restos humanos que cobraban olores extravagantes y corderos de color gris volando bajo el cielo infinito. Unos organismos olían a rosas, otros a tulipanes, y más allá a lavandas. Esta sensación fue única. Poco a poco mi sonrisa iba ascendiendo pese a la locura que estaba viviendo. De pronto, algo se cayó. Una extraña rosa roja en medio de la berma reposó. Su sonido fue escandaloso. Nunca antes había escuchado a una rosa caer. El fuerte impacto provocó una histeria en mí. Mis pensamientos se entrecruzaron, mi cabeza daba vueltas literalmente. Me veía caer nuevamente, pero esta vez en un hoyo negro que luego tomaba la forma de un remolino multicolor. Me llevó a diversos lugares, entre ellos se encontraban, Amílcar, Diodoro, Fridiano, y Tesifón. Cada uno de ellos acogía historias interesantes y poco tradicionales.
El que más llamó mi atención, el cual voy a describir con mayor entusiasmo, fue Fridiano, una ciudad que es iluminada durante las 25 horas del día bajo la luz de la luna. No una luna cualquiera. Sino la luna llena. Aquella que se relaciona con los cuentos de feroces, ágiles y fuertes licántropos. Aunque para esta oportunidad fue muy distinto. No vi ni un solo peludo animal. Todos los fridianos vestían con elegantes trajes de época y recogían a su paso rocosas superficies de color violeta que se incrustaban a su andar. Cada una de estas rocas traía consigo innumerables poderes sobrenaturales. Unos, por ejemplo, tenían la capacidad de convocar una serie de aluviones de fuego mientras que otros gozaban el poder de lanzar pequeños astros de caramelo rosa. Sin embargo, no todos se sentían completamente felices. Muchos de ellos soñaban con visitar la ciudad de Diodoro, tierra que resplandecía por los rayos del sol.
Poco tiempo después de haber presenciado aquel suceso, mi cuerpo se dejaba atolondrar por cristales que intensamente relucían ante mí, mientras que las voces fridianas se alejaban cada vez más y más. Fue cuestión de segundos para darme cuenta que ya no me encontraba sobre los suelos de aquella metrópolis. Una suave ola había arrasado con todo mi ser. Otra vez, esas esferas enormes de coloración roja se situaban por encima de mí. No podía soportarlo más. Sus palabras se volvían más difusas. El miedo abordaba mi corazón. Sentía un nudo en mis pulmones. Ya no más – dije con mucho fervor.
La mañana siguiente, no podía moverme. No tenía brazos ni piernas. Tampoco podía gritar. Nadie podía oír mi voz. Quedé anonadada. De a pocos me iba desvaneciendo. Por un lado, dejé de ser un cuerpo para convertirme en polvo. Era mi etapa final. Un lecho de rosas esperaba por mí bajo mi jardín. No obstante, sentí que unas ásperas manos acariciaban mi pequeño rostro. Por mis venas corría la tensión. La habitación poco a poco cobraba vida, dejó de ser un inmenso cuarto oscuro para convertirse en cuatro formidables paredes revestidas por grandes almohadillas blancas.
Soñé conmigo misma. Podía verme. Me veía completamente extraña y entre mis entrañas repetían mi nombre una y otra vez, Morfina, Morfina, Morfina... - Una pequeña de 10 años, de larga cabellera castaña y ojos extremadamente brillantes como los rayos del sol - Así solía describirme mamá -. Paralelamente, sentí que una suave brisa me llevaba por inhóspitos lugares. Veía cuerpos sobre las calles, ancianos mutilados, restos humanos que cobraban olores extravagantes y corderos de color gris volando bajo el cielo infinito. Unos organismos olían a rosas, otros a tulipanes, y más allá a lavandas. Esta sensación fue única. Poco a poco mi sonrisa iba ascendiendo pese a la locura que estaba viviendo. De pronto, algo se cayó. Una extraña rosa roja en medio de la berma reposó. Su sonido fue escandaloso. Nunca antes había escuchado a una rosa caer. El fuerte impacto provocó una histeria en mí. Mis pensamientos se entrecruzaron, mi cabeza daba vueltas literalmente. Me veía caer nuevamente, pero esta vez en un hoyo negro que luego tomaba la forma de un remolino multicolor. Me llevó a diversos lugares, entre ellos se encontraban, Amílcar, Diodoro, Fridiano, y Tesifón. Cada uno de ellos acogía historias interesantes y poco tradicionales.
El que más llamó mi atención, el cual voy a describir con mayor entusiasmo, fue Fridiano, una ciudad que es iluminada durante las 25 horas del día bajo la luz de la luna. No una luna cualquiera. Sino la luna llena. Aquella que se relaciona con los cuentos de feroces, ágiles y fuertes licántropos. Aunque para esta oportunidad fue muy distinto. No vi ni un solo peludo animal. Todos los fridianos vestían con elegantes trajes de época y recogían a su paso rocosas superficies de color violeta que se incrustaban a su andar. Cada una de estas rocas traía consigo innumerables poderes sobrenaturales. Unos, por ejemplo, tenían la capacidad de convocar una serie de aluviones de fuego mientras que otros gozaban el poder de lanzar pequeños astros de caramelo rosa. Sin embargo, no todos se sentían completamente felices. Muchos de ellos soñaban con visitar la ciudad de Diodoro, tierra que resplandecía por los rayos del sol.
Poco tiempo después de haber presenciado aquel suceso, mi cuerpo se dejaba atolondrar por cristales que intensamente relucían ante mí, mientras que las voces fridianas se alejaban cada vez más y más. Fue cuestión de segundos para darme cuenta que ya no me encontraba sobre los suelos de aquella metrópolis. Una suave ola había arrasado con todo mi ser. Otra vez, esas esferas enormes de coloración roja se situaban por encima de mí. No podía soportarlo más. Sus palabras se volvían más difusas. El miedo abordaba mi corazón. Sentía un nudo en mis pulmones. Ya no más – dije con mucho fervor.
La mañana siguiente, no podía moverme. No tenía brazos ni piernas. Tampoco podía gritar. Nadie podía oír mi voz. Quedé anonadada. De a pocos me iba desvaneciendo. Por un lado, dejé de ser un cuerpo para convertirme en polvo. Era mi etapa final. Un lecho de rosas esperaba por mí bajo mi jardín. No obstante, sentí que unas ásperas manos acariciaban mi pequeño rostro. Por mis venas corría la tensión. La habitación poco a poco cobraba vida, dejó de ser un inmenso cuarto oscuro para convertirse en cuatro formidables paredes revestidas por grandes almohadillas blancas.